viernes, 12 de octubre de 2007

La noche del gran cambio

Esa noche, Rita y yo decidimos salir a entretenernos un poco. No lo hacíamos a menudo, pero los chicos estaban pasando unos días en casa de los padres de ella y la oportunidad era inmejorable. Por cierto, no pasábamos uno de los mejores momentos de nuestro matrimonio y un cambio en la rutina podía ser beneficioso. Jamás pensé (creo que ella tampoco) hasta qué punto llegaría el cambio en la rutina.

Dispuesto como estaba a mejorar las cosas, propuse ir a ver una película romántica, algo erótica pero romántica al fin, sabiendo que son sus preferidas. Al salir del cine, Rita estaba muy cariñosa y algo excitada. Le propuse tomar una copa antes de volver a casa y aceptó con gusto.

Fuimos a un local con algunas mesas y un diminuto lugar para bailar. Aunque la concurrencia no era mucha, las pocas parejas que bailaban casi llenaban la pequeña pista. De todas maneras, lo hacían con los cuerpos tan pegados que no hacía falta más espacio.

Nos sentamos en una mesa libre, pedimos nuestras copas y observamos a los bailarines, mientras hablábamos de cosas banales, intercambiando algunas frases amorosas. Una cosa trae a la otra y la conversación tomó un ligero tono erótico. En un momento, Rita me propuso bailar. Yo nunca lo hago, no me gusta y me negué. Allí naufragaron mis intenciones de pasar una velada agradable. Rita se enojó, insistió, yo me molesté por su insistencia y terminé diciéndole que podía bailar sola, si quería seguir el ritmo, o con alguno de los pocos hombres solos que había en el local.

Dicho y hecho, Rita se dirigió a la pista y comenzó a bailar. Debo reconocer que lo hace con gracia y, con su atuendo de esa noche (una muy escotada blusa blanca, una falda negra que apenas le llegaba a medio muslo y sus zapatos de tacos altos), lucía esplendorosa. El bamboleo de sus caderas y sus tetas de buen tamaño saltando al ritmo de la música componían un cuadro más que excitante.

Un hombre de mediana edad (aproximadamente de la nuestra), alto y robusto, la estuvo observando (y yo a él), hasta que se decidió a acercarse y seguir la música junto a ella. Rita lo miró, sonrió y le dijo algo. Dejaron de bailar y se acercaron a la mesa. El desconocido se presentó como Jaime y me pidió autorización para bailar con mi esposa. Aunque no me agradaba la idea, no encontré motivo plausible para negarme, de modo que les dije que cómo no, que bailaran.

Volvieron a la pista y siguieron bailando sueltos durante una o dos piezas. La siguiente resultó ser un bolero, lento y meloso. No me pareció cuestionable, aunque no me gustó, que se enlazaran para bailar ese ritmo. Sobre todo, porque mantuvieron una distancia mínima, aunque decorosa.

A la distancia observé que hablaban, que Jaime sonreía y que Rita hacía caritas y emitía risitas, con aspecto de estar disfrutando mucho de la situación. Otro bolero y la distancia entre los cuerpos desapareció. Rita pasó ambos brazos por sobre los hombros de Jaime y él los suyos por la espalda de ella. Sus mejillas quedaron pegadas y sus bocas junto a las orejas. Tanto pegoteo me dificultaba ver bien, pero por momentos percibí que seguían hablando. Vi en un momento claramente que los labios de Jaime rozaban al hablar la oreja de Rita. Yo bien sé cuánto la excita el roce de los labios en sus orejas y comencé a pensar en la conveniencia de detener tanto arrumaco y retirarnos.

A punto de ponerme de pie con esa intención, un giro de los danzarines me permitió ver que una mano de Jaime acariciaba, sin ocultación, las nalgas de Rita. Para decirlo con rima: sin disimulo le tocaba el culo. Culo que, hasta entonces, yo consideraba sólo destinado a mi placer personal. Ingenuamente, me pregunté cómo ella no reaccionaba ante tal grosería y me erguí para rescatarla del abusador.

Entonces tuve una nueva sorpresa: Rita apartó su cara de la de él y volvió a acercarla, pero esta vez para besarlo en los labios. Ni corto ni perezoso, el compañero de baile abrió su boca y se unieron en un beso que nada tenía que envidiar, en intensidad y duración, a los que habíamos visto en el cine. Me convencí de que no había tal abuso y que, en cambio, había pleno consentimiento.

Tuve plena conciencia de mi deslucido papel. Lo visto bastaba para considerarme un cornudo. Quedé un momento paralizado junto a la mesa y, cuando iba a completar mi intención de acercarme a la pareja, fueron ellos quienes abandonaron beso y baile y vinieron hacia la mesa.

– He invitado a Jaime a tomar algo en casa, me dijo Rita con el tono más natural, como si lo ocurrido y visto no mereciera ninguna explicación.

Habrá quien encuentre que pequé de corto, al no reaccionar. Dos cosas me lo impidieron: de una parte, la sorpresa. No es fácil reaccionar ante lo completamente inesperado. ¿A usted le parece esperable que la madre de sus hijos, esposa de muchos años, mujer discreta, se ligue a besos con un desconocido y lo quiera traer a la propia casa? La segunda razón fue que lo que acababa de ver me había excitado de una manera loca, algo que podía notarse perfectamente, pues el bulto en mi pantalón era tan visible como el que lucía Jaime.

– Pues vamos, fue todo lo que atiné a decir. Y tomé una de sus manos. Ella se dejó tomar, pero pasó el brazo libre por la cintura de Jaime, quien pasó el suyo sobre los hombros de Rita, dejando caer la mano sobre las tetas.

Los clientes del local que no estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos amorosos nos miraron salir con sonrisas socarronas y hasta me pareció que de una mesa, después de un comentario, surgió una carcajada. Hay que reconocer que no es habitual que una mujer entre con un hombre y salga abrazada con otro, mientras el hombre original los sigue con mansedumbre.

Ya en la calle, nos dirigimos al auto. Cuando iba a abrir la puerta del acompañante para que subiera Rita, ella simplemente me dijo que fuera yo adelante para conducir, porque ella iría con Jaime en el asiento trasero. En esta oportunidad, logré balbucear una protesta, pero Rita la hizo morir al nacer.

– Debemos tener una pelea para que me lleves a ver una película de las que me gustan, no quieres bailar y hace tiempo que tu desempeño como marido es más que deficiente y desganado. Esta noche se hace lo que yo quiero.

Eso sí que estaba claro. Pude haberme rebelado, pero presentía que era inútil. Rita se hubiera ido con Jaime y yo ni siquiera sabría lo que hacían. Mi erección indicaba que la situación tenía también para mí cierto atractivo morboso. Mientras conducía, el espejo retrovisor me permitía ver lo que estaba ocurriendo a mis espaldas. Se abrazaron y besaron como si el mundo fuera a terminar en ese mismo minuto. Otra vez vi una mano traviesa, pero en esta oportunidad era la fina mano de Rita que manoseaba con ansias la hinchada bragueta de su recién conocido macho. Las de él no descansaron: tetas y culo supieron de la firmeza de sus caricias y en algún momento, una mano se introdujo bajo la breve falda y, al levantarla, permitió ver que toqueteaba el coño.

Frente a casa, detuve el auto e interrumpí, por primera vez en el trayecto, a los amantes: Llegamos, dije con la poca voz que me quedaba.

Había que atravesar la entrada hasta los ascensores, bajo la mirada del portero. Rita tuvo un resto de pudor, se arregló las ropas y marchamos los tres sin contacto físico. Bien se desquitaron en el ascensor, con un soberano despliegue de bocas y manos. Pude ver que el viaje en auto había dejado la huella de una mordida en el cuello de Rita. Es privilegio de las mujeres casadas que vecinos y amigos piensen que esas marcas las ha producido el marido. Los cornudos sabemos a qué atenernos.

Dentro del hogar, se acomodaron en el sofá y reiniciaron sus juegos de bocas y manos. Apenas si Rita se tomó un momento para ordenarme bebidas. Serví tres vasos y me hundí en un sillón frente a ellos. Despeinada, con la blusa abierta y los pechos salidos, la falda casi totalmente enrollada en la cintura, los zapatos abandonados en el suelo, mi mujer era la imagen misma de la lujuria desatada. Abrió la camisa de Jaime y besó su pecho (peludo, por cierto, yo soy de poco vello), deteniéndose con delectación en las tetillas. Abrió la bragueta y sacó la verga (nada monstruoso, pero algo mayor que la mía).

– Me gusta tu enorme (exageraba) verga, mi amor. ¿Puedo chupártela?, dijo con un ronroneo, elevando la mirada hacia el hombre que la tenía fascinada (y caliente, muy caliente).

– Me harás muy feliz, putita mía, fue la respuesta del afortunado.

“Así que putita”, pensé para mis adentros. A mí me habría armado un escándalo si le hubiera dicho algo semejante.

Vi la lengua de mi esposa recorrer golosamente la cabeza de aquella verga, bajar por el tronco, lamer los huevos (para lo que metía literalmente la cara en la bragueta), volver a lamer todo el pedazo hasta la cabeza de nuevo y finalmente tragar la verga entera, para subir y bajar varias veces la cabeza. Jaime la apartó (ella refunfuñó mimosamente por perder su golosina, pero sabía que se acercaba lo mejor). El macho de mi mujer (¿de qué otra manera llamarlo?) le quitó la poca ropa que quedaba por quitar, mientras ella hacía lo propio con él.

Rita lo tomó de la mano y lo guió hacia el dormitorio. ¡Todo iba a ocurrir en nuestra cama matrimonial! Giró la cabeza hacia mí y me invitó:

– ¿Quieres venir?

No me lo hice repetir. Fui tras ellos, como un perrito y, mientras se arrojaban abrazados sobre la cama, me instalé en una silla. Nunca hubiera pensado que actuaría de esa manera. Ser cornudo puede ocurrirle a cualquiera, pero que te pongan los cuernos en tu cara y te quedes mirando es algo inusual. Pienso que, sin saberlo, siempre tuve pasta de cornudo sumiso. O tal vez fue el descaro de Rita lo que me avasalló.

Sea como fuere, allí me senté.

Jaime le manoseó las tetas, deteniéndose a pellizcarle los pezones, lo que arrancó a Rita ahogados grititos de placer. Se inclinó sobre su pecho y le chupó una teta primero y la otra después, con lentitud y, a juzgar por la cara que ella ponía y sus risitas ahogadas, con buena técnica.

Rita se apartó y gateó hasta los pies de la cama (dándole una amplia visión de su gran culo). Se acomodó entre las piernas del hombre y reinició su interrumpida sesión de mamada. Desplegó todo el arte que yo ya conocía bien. Besó, lamió y chupó repetidamente cabeza y tronco, descendió hasta los cojones y los chupó con deleite. Bajó aún más y lamió la sensible parte que va de los cojones al culo. Jaime arqueó y separó las piernas para facilitarle el acceso, rugiendo: “¡Ay, putita! Cómo me haces gozar”. Rita culminó la tarea metiendo la lengua en el mismísimo culo del macho (a mí nunca me hizo esa caricia). Yo permanecía fascinado, paralizado, ante semejante espectáculo en mi propia casa y cama.

Jaime se incorporó, la tomó de los brazos y la acomodó junto a él en el centro de la cama. Se instaló entre sus piernas y comenzó a penetrarla. La calentura de Rita era tanta que, entre gemidos y convulsiones, tuvo su primer orgasmo. No sería el último de la noche.

Jaime comenzó un lento mete y saca, mientras le besaba y mordía el cuello. Rita gritaba como loca: “Dame, mi amor, mi macho. Dame fuerte. ¿Más, más!” ¿Quién dijo que la posición del misionero es poco placentera? Seguramente, alguien que no vio a Rita esa noche, vociferando en su segundo orgasmo.

– ¿Te gusta como te follo, putita?

– Sí, mucho, dame más, más.

Jadeos, gemidos y gritos descontrolados marcaron que ambos amantes tenían un orgasmo simultáneo. (Desde mi punto de observación, pensé preocupado: “Nadie se acordó de los condones”.) Todavía siguieron un rato en la misma postura, con movimientos y gritos que extraían hasta el último gramo de placer a ese momento. Jaime se salió de encima de ella y quedaron tendidos uno junto al otro. Una mano de mi esposa se dirigió a acariciar aquel miembro, ahora fláccido, pero que le había dado tanto goce. Una mano de él se posó sobre una teta para manosearla.

Rita giró su cabeza para mirarlo:

– Nunca he sentido tanto placer. Gracias, machazo.

– Putita hermosa, eres buena en la cama. Yo también he disfrutado mucho. Y lo haremos de nuevo.

– Pero estoy toda mojada, mi amor– miró hacia mí por primera vez desde que habíamos llegado a la casa– Maridito. Debo limpiarme y quiero que te ocupes de eso.

Tontamente, me incorporé y fui en busca de una toalla. Me interrumpió un grito destemplado:

– No, idiota, con la boca.

Esa fue la última oportunidad para evitar mi destino de cornudo sumiso y humillado. No lo evité. Me acerqué a la cama, me arrodillé en el suelo, metí mi cabeza entre sus muslos y comencé a chupar y lamer la mezcla de flujos vaginal y semen. Rita se aplicó a hacer la misma limpieza en la verga de su amante. Tanto roce volvió a excitarlos. Un nervioso movimiento de piernas me indicó que mis servicios ya no eran requeridos.

Rita y Jaime volvieron a enlazarse en su rutina de manos y bocas y piernas, de toqueteos, pellizcos, besos y mordiscos. El segundo polvo se realizó en posición de perro; Rita apoyada sobre manos y rodillas y Jaime penetrándola desde atrás, aferrando sus manos a las caderas de ella. Con su nuevo orgasmo, Rita se aplastó sobre la almohada aullando como una poseída. “¡Ay, amor, macho mío, me llenas!” El amante se pegó a la espalda de ella, llevó las manos hasta apoderarse de las tetas y rugió convulsivamente: “¡Te lleno de leche, mi hembra, mi puta!” “Sí, soy tu hembra, tu puta, tu mamadora”.

Mi excitación era enorme. Mi verga reventaba. Pero un curioso pudor (¡pudor, a esa altura de la noche!) me impedía masturbarme. No podía haber una vergüenza mayor que la que estaba pasando, pacífico espectador y aún colaborador de la entrega total de mi mujer a otro hombre, escucha paciente de las frases calientes, los gritos y los gemidos que puntuaban sus escarceos. ¿Podía una masturbación ser más vergonzosa que todo eso? Y, sin embargo, algo me detenía. Quizás la misma magnitud de la humillación que sufría hacía insoportable subrayar mi consentimiento con un mísero placer solitario. O quizás la evidencia de que un hombre recién conocido satisfacía a mi mujer mejor de lo que yo lo había hecho por años me impedía darme un placer no merecido.

Rita se salió de debajo del peso de Jaime. Ambos amantes quedaron tendidos recuperando la respiración.

Sin necesidad de que ella me lo ordenara, volví a hundir mi cabeza entre sus muslos, para chupar su anegada vulva. Pero me esperaba una nueva y peor humillación. Rita aceptó las caricias de mi lengua por un momento, luego extendió una mano, apartó mi cabeza, la dirigió hacia el ahora fláccido miembro de Jaime y volvió a usar ese novedoso tono imperativo: “Límpiasela y ponla dura otra vez para mí”.

Nunca me he considerado homosexual, ni me considero tal ahora. Tocar o, menos aún, chupar la verga de otro hombre no me causa placer. Sin embargo, estaba descubriendo un agridulce placer en someterme a la voluntad, los caprichos y los placeres de aquella hembra que, tras años de casados, sólo ahora estaba descubriendo en su verdadera condición de zorra caliente.

Obedecí y besé, lamí y chupé aquel miembro cubierto de semen y jugos vaginales. Jaime empujó mi cabeza hacia sus cojones y no me resistí. Volvió a empujarme y arqueó su cuerpo para que mi boca estimulara su perineo. No pasó mucho tiempo para que sintiera que la raíz de la verga comenzaba a endurecerse bajo la piel, al roce de mis labios y lengua. Un nuevo movimiento de Jaime y mi boca quedó en contacto con su culo.

Pese a su desagradable olor y sabor, me apliqué a chupar aquel agujero. Oí la risa de Rita: “¡Qué bien que lo haces! Desde ahora, me lo harás todas las noches”. Jaime también rió y, nuevamente excitado, la tomó de las caderas con ambas manos y la guió hasta sentarla sobre su verga. Desde mi incómoda posición, pude ver cómo la polla penetraba lentamente en la almeja. Rita gimió. Jaime gimió. Yo no me atreví, a falta de una orden, a abandonar mis caricias orales en el culo y los cojones del semental. Seguramente por eso, el tercer polvo no fue tan largo como podría haber sido, puesto que precisamente era el tercero.

Cuando terminaron, me empujaron fuera de la cama y se durmieron. Abandonado sobre la alfombra, yo también me dormí, pensando que desde entonces sólo viviría para atender al placer que mi mujer podía obtener con otros hombres. Así fue, comenzando la mañana siguiente, cuando debí cocinar el desayuno para los amantes, prepararles el baño y vestir, como un valet obediente, al macho de mi mujer cuando decidió irse de la casa.

Al quedarnos solos, Rita me besó con pasión (su boca aún conservaba el sabor de la noche de sexo) y me llevó hasta la cama revuelta y sucia:

– Ven y recibe las sobras. Eso es todo lo que tendrás desde hoy, después de cada vez que me entregue a Jaime o a todos los otros hombres que yo quiera.

Aproveché las sobras que me ofrecía. ¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?.

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